Alejandra C.
6-7-2017
La trenza
Estaban las dos niñas sentadas a la puerta. Sus casas pegaban la una a la otra por un tabique. Eran casas bajas, muy pequeñas, adosadas con un pequeño patio detrás, en un barrio de los muchos que se habían construído en Madrid para dar alojamiento a toda la gente que había venido de los pueblos a trabajar en la gran ciudad. En muy poco tiempo se construyeron casas con una ínfima calidad pero con agua y con luz, una mejora considerable con relación a lo que tenían. Muchos venían de chabolas, otros de viviendas en alquiler con derecho a cocina, otros habían levantado una pequeña construcción en el solar que habían comprado con el poco dinero que sacaron de vender el mulo, el burro o lo poco que tuvieran cuando se vinieron del pueblo, construcciones que tiraron con la remodelación del barrio.
Las niñas estaban ahí sentadas. Tenían siete u ocho años. Casi iguales: delgaditas, muy menudas, con sus sencillos vestiditos. La única diferencia así, a primera vista, es que una tenía una larga y gruesa trenza que le colgaba por la espalda, y la otra dos trenzas que le caían a ambos lados de la cara, por detrás de la orejas.
¿De qué estarían hablando a la hora de la siesta que no se querían echar? Era verano y a esa hora de la tarde no había ni un alma por la calle.
Estaban tan ensimismadas en su conversación que no se dieron cuenta de que estaba a sus espaldas hasta que oyeron esa voz, gangosa, rota, desagradable.
- Vete a por vino, decía adelantando la botella vacía mientras se tambaleaba.
- No, dijo la niña al tiempo que negaba con la cabeza.
Su amiga la miró fijamente, perpleja ante lo que acababa de ver. Montones de veces la mandaba su padre a por vino y nunca se había negado.
- Te he dicho que vayas a por vino, le dijo rozándole el hombro con la botella.
- No, insistió ella.
La amiga desconcertada y asustada le daba golpecitos en el brazo y le decía muy bajito, “vamos, yo te acompaño, coge la botella y vamos”. La niña se mantenía con la cabeza baja sin decir nada.
-Te he dicho que vayas a por vino, dijo gritando de mala manera el borracho asqueroso. Levántate, le dijo mientras la cogía por un brazo. En cuanto la soltó la niña se dejó caer y se quedó sentada de nuevo.
-Me estás hartando, coge la botella y vete a por vino, le dijo ya a voces. Su amiga estaba aterrorizada, ¿qué iba a hacer ese monstruo?
- No voy
No esperó más. Cogió a la niña por la trenza y la llevó arrastrando calle abajo hasta el bar. La niña se sujetaba a la trenza con las dos manos intentando mitigar el dolor. Su amiga no se separó de ella hasta que llegaron. Durante el recorrido, las dos lloraban en silencio.
El tipo asqueroso se quedó en el bar tomándose unos chatos de vino y ellas se volvieron a casa abrazadas, todavía llorando.
La amiga se preguntaría muchas veces, ya de mayor, por qué no había entrado en casa y se lo había dicho a su madre. Era lo que solía hacer cuando la madre de su amiga salía corriendo detrás de la niña por toda la calle con la zapatilla en la mano y volvía sin parar de darle zapatillazos en el culo, en la cara, en la cabeza con todas sus fuerzas. Su madre salía y le quitaba la niña de las manos como podía. Era algo habitual. Ese día debía de tener tanto miedo que no se atrevió a dejarla sola ni un minuto.
No había tregua. No habría pasado más de un mes cuando en otra de estas escenas horribles, el borracho asqueroso cogió unas tijeras y le cortó la trenza a la altura de la nuca. Pobrecita, ¡cómo lloraba, y cómo llorábamos todas cuando la vimos salir sin su trenza!
¿De dónde había salido ese monstruo? Era malo, mucho más malo que borracho. La borrachera se pasa, la maldad nunca. Cuando murió no había cumplido los cincuenta pero parecía un viejo reviejo.
Lo curioso es que la niña no le tenía tanto miedo al padre ni a la madre, esos monstruos, como se la tenía a la soledad. Sus padres estaban fuera todo el día, vendían periódicos en la calle, y ella se quedaba sola en casa desde muy pequeña. Cuando salía del colegio jugaba en la calle con las otras niñas, pero cuando anochecía y cada una se iba a su casa ella tenía que entrar en la suya y le daba pánico. No era capaz de dar un paso, sólo si alguna amiga entraba con ella se animaba a hacerlo. Lo intentaba porque su madre no la dejaba quedarse en otras casas; la regañaba, si no la pegaba, cuando venía de trabajar y no la encontraba en casa. En verano no había problema porque anochecía muy tarde y todos estaban en la calle hasta las tantas. Pero el invierno era atroz. Esas tardes largas y oscuras parecían no acabarse nunca. Y el frío. En aquella casa era tan intenso que ni con abrigo dejaban de castañear los dientes. Nunca había nada encendido.
Parecía que no había nada que hacer, que el sufrimiento no iba a desaparecer nunca, pero por una vez en la vida, tuvo suerte. La madre de su mejor amiga convenció a la suya para que la dejara quedarse con ella y a partir de entonces cuando todos los niños se recogían, se iba a su casa. Allí merendaba, hacía los deberes, escuchaba la radio, reía, era feliz. Los mejores momentos de su infancia, y quizás de su vida, los pasó en aquella entrañable casa en la que el calor humano era muy superior al calor del brasero. Porque la bondad, como la maldad, no se acaba nunca.
Cuando el borracho asqueroso murió, hasta su madre dejó de pegarla. Durante un tiempo, la vida fue otra cosa. No duraría mucho, pero esa es otra historia.