Mercedes

22-11-2019

Incomunicados

Marta me lo pedía una y otra vez:

-Mamá, yo quiero una hermanita, todas mis amigas tienen hermanos.

Ella no sabía que ya hacía dos años que estábamos intentando darle un hermano, pero no llegaba.

Cuando cumplió diez años, por fin llegó Roberto. De momento se llevó una gran desilusión. Ella quería una niña, para jugar y cuidarla, pero enseguida se hizo a la idea y quería a su hermano con toda el alma. Hablaba mucho con él, pero lamentablemente él empezó a hablar muy tarde, casi con tres años.

Al cumplir los trece los abuelos regalaron a Marta su primer móvil. A mí no hacía gracia, pero todos me decían que era lo normal, que sin móvil, los adolescentes no hacen amigos y se quedan aislados.

Pero desde el primer momento vi que no había sido una buena idea. Marta no dejaba el puto móvil ni un momento durante todo el día. Lo primero que hacía por la mañana era conectarlo y lo último por la noche apagarlo. En realidad, la mayor parte de las noches no lo apagaba porque decía que se dormía mejor escuchando audiolibros. Empezó a tener malas notas y a alejarse de nosotros. Perdió todo el interés por su hermano, ahora que el crío había empezado a hablar. Marta nunca se dirigía a él. Nunca. Algunos pensaréis que exagero, pero los que tenéis hijos adolescentes en la actualidad me entenderéis. Naturalmente, le prohibimos utilizarlo durante la semana y se lo dejábamos sólo el viernes por la tarde hasta el domingo por la noche, pero eso la enfurecía tanto que en algunos momentos se volvía muy agresiva, especialmente con su padre, que era más vulnerable porque adoraba a su niñita y no comprendía ese cambio de personalidad. Así que se lo dejaba siempre a cambio de una promesa (“si estudias esta tarde dos horas te de lo dejo una horita antes de dormir”) que ella, si la cumplía o no, no podíamos saber porque siempre cerraba su habitación por dentro reclamando su derecho a la intimidad. Y nosotros no nos atrevíamos a entrar para no provocar una reacción, si no violenta, muy antipática y desagradable.

Su pobre hermanito se quedaba mirándola, le hablaba pero ella nunca le hacía caso. Con quince años tenía su grupo de amigas y empezó a salir por las tardes y no respetaba la hora de vuelta.

- A mis amigas las dejan hasta las doce.

Y así, poco a poco consiguió que viésemos como algo normal que llegara a las doce, la una, las dos… Y cuando fue mayor de edad, pasaba muchas noches fuera y los fines de semana siempre había alguna amiga que la invitaba a su casa.

Con nueve años, Roberto le regaló una raqueta de tenis; se gastó 400€ del dinero de su comunión. El pobre niño no sabía qué hacer para ganarse el cariño de su hermana y que le hablara. Ella cogió la raqueta y dijo “gracias”.

Yo veía que Marta tenía verdadera adicción a su móvil y me sentía culpable porque no habíamos sabido o podido controlarla. Mi marido y yo éramos buena gente, liberales,  permisivos… unos progres atontados, incapaces de poner límites a Marta, en realidad una niña pija que tenía todo lo que quería y no se esforzaba nunca.

El móvil era lo más importante de su vida porque le proporcionaba todo lo que le hacía feliz: el contacto con sus amigos, su música insoportable, sus violentas series favoritas, sólo las noticias que le interesaban, las compras a través de Amazon…Llegaba cuando quería, dormía cuanto deseaba, comía cuando tenía hambre, siempre viendo algún programa online. Si alguna vez la veíamos reír era porque algo que estaba viendo en el móvil le resultaba gracioso…No compartía con nosotros ningún momento de su vida.

Cuando Roberto cumplió quince años, ya no se interesaba por su hermana. Ya no le preocupaba si ésta le hablaba o no. Nunca le hablaba. Él ya tenía su propio móvil, sus propios amigos, oía su música en la playlist y hacía sus compras en Amazon. Vivían de espaldas el uno al otro.

Se cruzaban por el pasillo y ni siquiera se miraban. Roberto hizo un viaje de dos semanas a Irlanda y cuando volvió, Marta, ni siquiera entonces, le preguntó qué tal le había ido.

Nosotros también nos acostumbramos a esa horrible forma de vivir y lo único que deseábamos era que Marta encontrara un trabajo para que pudiera independizarse e irse de casa. No éramos capaces de echarla.

Una noche, cuando Roberto tenía ya veinte años, recibimos una llamada de madrugada. Era la policía. Roberto había tenido un accidente. Estaba en coma. Fuimos los tres desesperados. Marta también.

Al entrar en la habitación el médico nos dijo que había recibido un golpe en la cabeza y que no sabían si saldría del coma. De esto hace ya doce años.

Roberto está en casa. Marta le cuida y le habla. Cada día le cuenta lo que ha hecho, lo que sucede en el mundo, le cuenta historias, cuentos, le canta canciones…

Le habla, le habla, le habla…

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