Dolores del Paso
Capítulo I. Y le tocó la lotería
Y le tocó la lotería - Capítulo II - días de caza
Y así, con la lotería, empezó todo.
Quedaban casi dos meses para terminar las clases, así es que su vida continuó como siempre. Cuando quedaba con las amigas, sobre todo con Eugenia, a veces tenía la tentación de contarles lo ocurrido, pero sabía que no era posible. Nadie podía saber nada. La orden al banco fue tajante: si su nombre aparecía por algún sitio, no solamente se llevaría todo el dinero (ya había traspasado a otros bancos algunos millones), si no que los denunciaría por incumplimiento del secreto bancario. Y nadie mejor que ellos sabía que tenía suficiente dinero para ir a juicio.
La corrección de los exámenes de los alumnos la tuvo entretenida el último mes, cuando por fin terminó se fue a la casa de los abuelos en la sierra. Ya podía pensar tranquilamente en lo que iba a hacer.
La casa estaba en las afueras del pueblo, una casa grande metida casi en el bosque; les separaba un arroyo que incluso en verano llevaba algo de agua. Raro era el verano en el que no corría aunque fuera un hilito de agua. En invierno caía como un torrente. La parcela era grande y la casa quedaba escondida entre los árboles. De pequeña pasaba allí todos los veranos. Venían los primos y los amigos del pueblo y pasaban allí el día entero. Recordaba con emoción aquellos años entre árboles, montes, pájaros y, sobre todo, los amigos. Ya no quedaba ninguno por allí. Todos se habían ido a Madrid; incluso más lejos. Algunos volvían los fines de semana o pasaban allí las vacaciones, pero ya no tenían relación. El pueblo no pasaba de los 200 habitantes en invierno. Demasiado reducido teniendo la gran ciudad a una hora de distancia.
Desde los quince años había vuelto muy poco, sólo algún fin de semana a ver a los abuelos primero y al abuelo cuando se quedó sólo los últimos años. Cuando iba, salía poco de casa. Saludaba a los vecinos pero no mantenía una relación estrecha con nadie.
La casa se mantenía prácticamente como estaba cuando vivían los abuelos. En el transcurso de los años habían realizado arreglos para hacerles la vida más fácil, pero la esencia de la casa se mantenía. La gran cocina, donde se hacía la vida, tenía una mesa rectangular de madera con media docena de sillas alrededor. Allí hacía los deberes acompañada de sus primos, Ángel, Luis y Andrea. Como ella era la mayor, llevaba siempre la voz cantante. Los pequeños hacían lo que ella quería. Salvo a Andrea, hacía años que no los veía. Habían seguido distintos caminos. Luis pasó unos años muy malos con las drogas. Parecía imposible que las pudiera dejar, pero al final, después de mucho dolor y lágrimas consiguió alejarse de ellas, alejándose al mismo tiempo de su entorno, incluso de la familia. Vivía en un pueblecito del sur de Francia y se ganaba la vida como carpintero. Parece que estaba feliz allí con su mujer y sus dos hijos. Ángel era un alto ejecutivo de una empresa de energías renovables y se pasaba media vida en aviones. Se separó de su mujer y no había vuelto a tener una pareja estable. Un trotamundos. Andrea estudió medicina y se casó con Julián también médico y tenían tres hijos. Alguna vez quedaban a comer las dos, se tenían mucho cariño, pero a Andrea le quedaba muy poco tiempo libre, era imposible quedar con ella más a menudo.
Cuando murió el abuelo, la casa familiar se la quedó su padre, comprándole su parte a las dos hermanas. Ninguna quería la casa. Preferían pasar las vacaciones en la playa. Ni siquiera iban los fines de semana. Esto es un cementerio, decían.
Su abuelo y su padre eran cazadores. En época de caza salían los dos de madrugada con los perros y se pasaban todo el día por el campo; siempre cazaban algo, perdices, codornices, liebres... algunos días se les daba mejor otros peor, pero siempre venían con algo. Su abuelo le enseñó a disparar con escopeta y con doce o trece años se la llevaban con ellos; estaban orgullosos de ella porque aguantaba el ritmo sin rechistar. Le gustaba ese caminar en silencio observándolo todo, pendientes de todos los sonidos del campo. Tenía muy buen oído, suponía que en parte por su entrenamiento de los días de caza. Las escopetas y el rifle de su abuelo seguían allí, no los habían dado de baja; su padre pensaba utilizarlos, pero desde que murió el abuelo no había vuelto a hacerlo. La caza en realidad era su forma de comunicación. Los dos eran poco habladores. Quizás no tenían nada que decirse, o quizás evitaban hablar para no sacar temas conflictivos y dolorosos para los dos. No sabía muy bien.
Sacó el rifle de su abuelo. Probablemente no lo había usado nunca, tampoco su padre; pesaba más de lo que parecía. Con él en sus manos pensó que todo no empezó con la lotería. Empezó casi veinte años antes cuando su amiga Irene apareció muerta a menos de quinientos metros de su casa. La habían acuchillada catorce veces.
Lo cogió en posición de disparo y apuntó a la ventana.